miércoles, 30 de septiembre de 2009

Últimas horas de un vecindario de 'okupas'

Últimas horas de un vecindario de 'okupas'

Más de treinta personas 'sin techo' han creado su hogar entre las paredes de la antigua nave de Confecciones Sur. La policía los visitó ayer para advertirles de que debían mudarse. Hoy, los dueños de los locales tapiarán puertas y ventanas para evitar que estas familias vuelvan a instalarse allí

En la planta superior de la nave conviven tres marroquíes, un saharui y dos españolas. Cada uno con un pasado distinto, con una historia detrás. Ni siquiera se conocían. Como mucho, tienen en común la procedencia o el idioma. A veces ni eso, pero se entienden. Son una familia unida por la desesperación. Allí comparten lecho, comida y frustraciones. Este no era su sueño. No lo habían imaginado así.
Ellos integran uno de los grupos que se han instalado en las antiguas instalaciones de Confecciones Sur, desmanteladas hace años. En total, más de una treintena de personas 'sin techo' han encontrado refugio bajo la cubierta de lo que era la fábrica de Cortefiel. En el interior de las naves abandonadas han creado un sistema de infraviviendas independientes que, a modo de colmena, se reparten en el laberinto de tabiques, escaleras y entreplantas.
El panorama cambia nada más adentrarse en el viejo polígono industrial. En pleno corazón de la barriada de La Princesa, junto al puente de la avenida Juan XXIII, la manzana de almacenes ofrece un aspecto desolador. Son las cinco de la tarde y en la calle San Lucas apenas hay un par de personas que parecen estar allí por accidente. Es un lugar yermo, un islote desierto en medio del bullicio de la ciudad. Por allí no circulan coches. No hay ruido, ni vida. Sólo suciedad.
El abandono se observa en cada palmo de suelo. Latas, bolsas, papeles, preservativos... El centro del polígono es un aparcamiento, casi vacío de coches, que ya ofrece algunas pistas sobre el destino que ha tenido la zona. En las dos mejores plazas del 'parking' no hay vehículos, sino unos viejos colchones con almohadas y mantas.
Porque la vida no está fuera, sino dentro de las naves abandonadas. Los inquilinos de los antiguos telares, los 'okupas' del polígono, se han instalado en la vieja fábrica. Conviven, a su manera, como los vecinos de cualquier edificio. Los de la planta baja apenas conocen a los que residen en el piso de arriba. No tienen relación más allá del saludo de cortesía para mantener la buena vecindad.
Stephan Sorin (34 años) y María Busatu (39) son una pareja de inmigrantes rumanos. Llevan dos meses viviendo junto a otros cinco familiares en la planta baja de un nave donde antaño había un taller de coches. No tienen luz ni agua corriente, pero se las apañan. En una de las habitaciones, han improvisado un cuarto de baño, donde se asean con agua de la fuente en una bañera de bebé. Hasta tienen cocina con horno incluido.
«Hoy -por ayer- hemos comido patata», explica Stephan. Reconoce que María es quien cocina, aunque pronto se apresura a decir que él también sabe. «Yo era soldado en Rumanía», asegura. «Allí tuve que guisar para muchas personas». Aquí, sobreviven con la comida que recogen entre los desperdicios de los supermercados, que tiran al contenedor productos perecederos pasados de fecha. Stephan compite con seis inmigrantes por hallar su sustento entre lo que otros consideran basura. «No nos peleamos, nos repartimos lo que hay», aclara.
Ayer no fue un día normal en el que buscarse la vida. Tocaba mudanza. «La policía ha venido a decirnos que nos tenemos que ir, que mañana -hoy para el lector- van a tapiar las naves para cerrarlas», explica. Un compatriota rumano ha acudido con su furgoneta para ayudarle a trasladar sus pertenencias, que son muchas. Acumulan todo tipo de objetos, desde un globo terráqueo hasta calentadores eléctricos, que almacenan para vender.
Los inquilinos de este singular vecindario coinciden en que carecen de trabajo y culpan al Estado de no darles oportunidades. Viven de la caridad. «En el mercado de Huelin nos dan pescado, hay buena gente allí», comenta un inmigrante saharaui que comparte con otras nueve personas la planta superior de la nave. Aunque todos se reparten las tareas, él es el más hacendoso. Mientras sus compañeros matan el tiempo jugando al parchís con fichas hechas con papel de aluminio, él prepara el segundo plato del día, un guiso con patatas y pescado. El primero -un estofado de carne- ya está en el fuego, una pequeña hoguera en la azotea. A pocos metros tienen el tendedero y el lugar en el que enjuagan los platos.
 
Quejas vecinales
Ellos se ven como víctimas, pero los vecinos de la zona consideran el asentamiento un foco de problemas y delincuencia. «Hemos recibido muchas denuncias de ciudadanos por hurtos y robos con arma blanca», señala el edil de Carretera de Cádiz, Julio Andrade. Esto ha propiciado la actuación de la Policía Local, que visitó ayer a los 'okupas' avisarles de que tienen que irse.
El incógnita es dónde. «Aún no lo sabemos, no tenemos casa», dice María Busatu. Es el eterno drama de la marginación. Hamid, su vecino marroquí, es más explícito: «Nos vamos a la puta calle». Una mujer española que comparte techo con él aclara que el destino de todos ellos serán las barcas de San Andrés, donde volverán a dormir al raso en la arena de la playa.